Allí está la niña. Su mirada
clavada en el horizonte se separó un instante para revisarse, de arriba abajo:
sí, estaban sus pechos, casi imperceptibles debajo de ese vestido color crema
tan holgado; sus manos, aún eran dos, limpias, exceptuando algo de tierra en
las uñas, el resto hacía el sur era sólo tela, revisó punto tras punto hasta
donde el vestido acababa, justo a media pantorrilla y se encontró con sus pies
descalzos, cubiertos a totalidad por el fango que empezaba a secarse y
cuartearse. En un titubeo de ojos
descubrió al lado de sus pies una losa de mármol y sobre ella un charquito,
difuso aparecía su rostro, qué sorpresa se llevó cuando vio que en vez de
pequeños, negros y apretados rizos, su cabeza se coronaba de ramilletes de
hortensias moradas, todo su cabello era flores. De repente sintió un espasmo en
el pecho, venía cada vez más rápido y con más fuerza, otro en la tráquea y
regresó el sabor de tierra a invadir su boca, no hubo tiempo para escupir
cuando las contracciones atacaron su cabeza, eran muchas y muy dolorosas, tuvo
que sostenerse el cráneo con ambas manos, se retorcía, apretaba los parpados y
dientes, intento respirar profundo y abrió los ojos, se vio, en la lejanía se
vio, era ella misma de pie, recogiendo naranjas del árbol que estaba junto a su
casa. Loma arriba divisó el alud, descendiendo en dirección a su hogar, hacía
ella, intentó gritarse… no hubo voz, sólo era la espectadora. Contempló la ola
arcillosa y negra que devoraba todo lo que ella conocía, incluyéndola. Fue así
como comprendió el dolor de la tapia que la aplastaba, la oscuridad pétrea, el
sabor terroso en su lengua y el silencio que secundaba al final. Leyó el
epitafio.
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