sábado, 9 de mayo de 2015

Carlota

Carlota era mi muñeca favorita. Tenìa muchas otras pero ella destacaba. Carlota era la más grande entre las que sentaba en mi pequeña mecedora, siempre ocupaba el lugar del medio. Tenìa por cabellos unas trenzas de lana amarilla clarito cosidas a su cabeza de trapo, de ojos grandes, azules y curiosos y una boca pequeñita, los últimos pintados a mano. Con vestidito y caperuza que ocultaba la calvicie en la parte trasera de su cabeza. Ambos verdes. Le puse ese nombre porque era como una versión femenina de papá. Ella era mi compañera. Una mañana ambas compartíamos un desayuno imaginario en mi habitación cuando sentimos un zumbido, se hacía cada vez más presente y provenía de atrás de las cortinas lilas. Entre curiosidad y valor decidimos tomar un extremo de la cortinilla y despacio, muy lentamente fuimos desnudando aquella esquina de la habitación. Después, el horror, tendido sobre la baldosa blanca, sus ojos gigantes, todo ese vello, el sonido, el color marrón, ¡que figura tan odiosa!. "-¡Una mosca gigante!, ¡una mosca gigante!" Repitiendo la misma frase con la dicción enredada por el sobresalto en menos de cuatro segundos recorrí los catorce escalones abajo para llegar a la cocina, donde estaban papá y mamá. Pálida, petrificada y casi sin poder articular entre los brazos de mamá recordé a Carlota, mi pobre, pobre Carlota, en aquel momento solo supe de mi, la había abandonado a la merced de la mosca mutante. -Una mo-mosca gigante. Señale el segundo piso y me solté a llorar. Armada con la milicia más poderosa para aquella época (mis padres) volvimos al lugar de los hechos. Atarzanada en el abrazo de mamá y aun entre sollozos indiqué: ¡Ahí!. Papá se agachó, corrió la tela, y con una de sus manos tomó a la criatura, con la otra a Carlota. Siempre he pensado que sus manos cuadradas son lo supremamente fuertes para defenderme de cualquier peligro y lo supremamente suaves y tibias como para posarlas en mi cabeza y que yo encuentre la calma. Me devolvió a mi Carlota, la abracé fuerte y me dijo: -Monita no tienes porque tener miedo, esto no es una mosca gigante. Es una chicharra. Las chicharras son cantantes. Él me explicó todo sobre ellas, me hizo quererlas hasta el punto de rescatarlas de morir ahogadas cuando caían a la piscina en mis clases de natación. Carlota y yo eramos ahora socorristas de moscas mutantes.

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