
Una rueda de metal. La niña parada en la parte interior del juguete. Pie derecho sobre una barra, pie izquierdo en otra. Son ocho barras las que conectan los asientos de madera con el centro de la estructura. Sí se mira cenital parecen los barrotes los rayos de un sol. La niña parada sobre un sol de acero. Ella aprieta fuertemente sus manos a los tubos verticales. Van a jugar al avióncito. La rueda alguna vez fue roja con amarillo, hoy tiene la pintura descascarada y sí la tocas, olerás a oxido. Dos o tres niños empujan, los pies de la niña empiezan a elevarse. Es la hora en que esperan a que las rutas los lleven a casa. La niña aprieta los ojos mareada y sonríe, esta paralela al suelo y se siente pájaro. Uno grita: -¡Llegó!. Los niños detienen de golpe el girar de la rueda y corren al autobús. Se deslizan las manos, el peso cede, los pies no encuentran las barras. La niña se hunde en el armazón. Cae sentada en el hierro. Un crujir sordo. Dos lágrimones que caen y ella que aprieta la boca y ahoga el grito, estaba prohibido jugar al avióncito en la escuela. Sin bajarse de su jumento metálico, se levanta la falda se revisa el calzoncito blanco de nubes y descubre que llueve rojo en sus panties. Había conocido su sangre. Hace dos años había conocido su sangre. Ahora sabía que no sólo los hombres hacían llorar su sexo.
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