martes, 14 de abril de 2015

La rueda

Una rueda de metal. La niña parada en la parte interior del juguete. Pie derecho sobre una barra, pie izquierdo en otra. Son ocho barras las que conectan los asientos de madera con el centro de la estructura. Sí se mira cenital parecen los barrotes los rayos de un sol. La niña parada sobre un sol de acero. Ella aprieta fuertemente sus manos a los tubos verticales. Van a jugar al avióncito. La rueda alguna vez fue roja con amarillo, hoy tiene la pintura descascarada y sí la tocas, olerás a oxido. Dos o tres niños empujan, los pies de la niña empiezan a elevarse. Es la hora en que esperan a que las rutas los lleven a casa. La niña aprieta los ojos mareada y sonríe, esta paralela al suelo y se siente pájaro. Uno grita: -¡Llegó!. Los niños detienen de golpe el girar de la rueda y corren al autobús. Se deslizan las manos, el peso cede, los pies no encuentran las barras. La niña se hunde en el armazón. Cae sentada en el hierro. Un crujir sordo. Dos lágrimones que caen y ella que aprieta la boca y ahoga el grito, estaba prohibido jugar al avióncito en la escuela. Sin bajarse de su jumento metálico, se levanta la falda se revisa el calzoncito blanco de nubes y descubre que llueve rojo en sus panties. Había conocido su sangre. Hace dos años había conocido su sangre. Ahora sabía que no sólo los hombres hacían llorar su sexo.

viernes, 3 de abril de 2015

Cautchouca

Domingo. Era la suela dura castigando el empedrado a todo lo que le daban sus cortas piernas, quería llegar a tiempo antes de... allí estaba la de faltando quince. El tan, tan, tan de la campana le diò carbón. Frenó en seco frente al inmenso marco de madera tallada con los rostros insipientes de los santos europeos. Tomó una bocanada de aire, la recordó:

-Sí, va entrar con afanes mejor ni entre.

Exhaló como sí con aquel respiro le peinara las trenzas. Entró. Sintió vergüenza cuando las camanduleras voltearon a mirarla, le ofreció disculpas a la virgen. Todavía era temprano, había pocos feligreses, sin embrago sí se hubiese pasado la mano por la espalda, seguro habría agarrado de seis u ocho pares de ojos que la acechaban. Con el vestido de olan blanco pegado al cuerpo, toda sudada, parecía un espanto. Tan blanca. Los cabellos apretados, canos. Sin cejas ni pestañas, la mirada trasojada y azul clarito, los ojos siempre tiritando. Tan blanca, tan diáfana. Ser tan catira en un pueblo tan negro era pecado, hasta la Yaya era negra. Le gustaba como la luz de la vela le pegaba en la piel a Yaya mientras remendaba calzones por las noches, parecía que le bailara en los brazos y dedos, se ponía la Yaya del color del nogal.

-Yaya, ere madera.
-Si hija, po eso cuando Papa Dio me llame necesito que me e candela.
-Yaya, yo quero que la llamita me baile encima. Pero la llamita no me quere, no se me asoma, no me hace sombra bonita. Y sì me aceco mucho a pedile me pone colorà. Yo no quiero ser como el árbol que llora. 
-¡¿Otra ve con lo de cautchouc?!

Ella asintió.

-Mira hija. Dijo Yaya. -¿Te acuerda cuando juimo a recoge café?¿De qué colo era la pepa?
-Roja
-Eso con e vestio. ¿y embola?
-Blanca, Yaya.
-Too café e pálido. Pero pa ser taza tiene su camino, e ese camino lo que tuesta. No hay pepa blanca que no e tinto negro. No piense bobada, cuestese a ormir.

Yaya mentía. Amelda jamás serìa mulata. Era por eso que cuando la Yaya lavaba hacía una charca y le decía a la niña que se metiera a jugar con el barro. La embadurnaba de pies a cabeza, de esa manera ella podría torcer trapos con tranquilidad a medio día, sin pensar en cómo tendría que bajarle la calentura y el colorado a Amelda en la madrugada, eso, sí le hubiese dado gota de sol.

Iba a comenzar la misa, Amelda se arrodilló, apretó los ojos, oró:

-¡Ay Yaya!. No me apareca en sueño, aparecame en rezo. Yo le doy la candela, pero déjeme coge vuelo po la noche. ¿Què quere Yaya e mì? Cuenteme y le traigo. Tremendo suto que me dio tras noche. Yaya, yo no le temo, yo la extraño. Seguro. Pero necesito que me e palabra, no se puede haceme visita toda la noche calla. Sí quere yo le enterro un pedacito e caña, yo sè que la terra es amarga y Yaya e bien dulzona. Po eso se me la comeron los gusano, po sabe tan gueno.

Sus últimos días Yaya los había pasado recostada con las piernas inflamadas y agusanadas. Amelda a hurtadillas había escuchado como Mamá Segunda, la curandera, le decía a su abuela que se moría por el azúcar. Amelda estuvo de acuerdo, no existió mujer mas dulce. Recordó las veces que la amamantó, ni la leche tibia de cabra se comparaba con la lechepanela que brotaba hacia años de la teta de Yaya. Perdonó a los gusanos: 

-Al fin y al cabo a todo no comen los gusano, ella e ta tan buenesita que empezaro ante. Pensó.