
Ha vuelto la lluvia. No sé si me despide o me saluda, pero
ha regresado como una caricia, golpeando suavemente las mejillas y camisas de
los que ha tomado por sorpresa. Afuera todo toma un tono ámbar y por media hora
del día no sé si amanece o atardece, como si se detuviera el tiempo, incluso
nos ponemos lentos, reina el silencio y los perros duermen; hablo pasito para
no interrumpir el salpicar de los charcos, el viento mece al guayacán y sus
flores amarillas bailan, luchando por no caerse y convertirse en un tapete
mojado, se levanta el olor de tierra roja, húmeda, apelmazada, pesada, me
encanta. Y aun así no hace frio, no hace calor. Miro por la ventana y el
coralito rojo parece sonreír abriendo más sus hojas, y el cielo no es otra cosa
que una acuarela entre rosas y celestes. Acá está el placer de caminar
descalzo, acá la razón de mis pies anchos; jugueteo con la cortina otro rato
hasta que el tiempo regresa volviéndolo todo azul y dando a la noche paso.